viernes, 15 de junio de 2012

Vallecas


Creo que la última vez que estuve en Vallecas fue hace aproximadamente 24 años.

Cuando el otro día, yendo en el tren con Antonio vi la calle, supe exactamente donde estaba y le dije que yo había pasado mi infancia allí. Se me ocurrió que sería una gran idea ir y Antonio estuvo encantado de acompañarme.

El martes después de comer un arroz bien rico y de pasear un rato por las tiendas del centro comercial cogimos el coche y nos dirigimos al Pueblo de Vallecas.

Antonio sabía exactamente donde era y yo en cuanto puse el pie en la calle también lo supe.

La casa donde vivían mis abuelos maternos en Vallecas, era bastante pequeña, pero los recuerdos que yo tengo de aquellos años son enormes, y están bien sellados en mi memoria.

Los viernes esperábamos a que mi padre llegara del trabajo, cargábamos el coche y nos dirigíamos por la M-30 hasta la casa de mis abuelos. Yo esperaba el momento de que mi padre llegara a casa como si me fuera la vida en ello. Hacía y deshacía mi mochila una y mil veces, en un intento desesperado por elegir que juguetes metía en ella, y tres horas antes de que llegara él yo ya estaba más que lista para salir.

La misma curva de la calle. Aparcar. Bajar del coche y salir corriendo a través del camino marcado por los setos. Veinticuatro años después. La misma curva, pero la sensación de que los setos ya no me protegían. Ahora yo les miraba por encima al igual que lo hacían ellos antaño.

Y al doblar el camino, el balcón. Cuantas tardes, tantas y tantas, en las que mi abuelo me recibía asomado al balcón. Y cuantos domingos agitaba la mano para despedirse hasta el viernes siguiente.
Ahora el balcón no parecía tan alto, pero la sensación de esperar levantar la vista y verle asomado era tan penetrante que regresar a mi infancia me resulto un ejercicio sencillo.

Y entonces me vi. Seca, consumida como me decía mi madre. Con el pelo negro y corto, sentada en el distribuidor de la casa. El suelo estaba enmoquetado, de un estampado en tonos marrones. Mi madre y mi abuela me esquivaban para llevar los platos desde la cocina hasta el comedor. Había que cenar siempre antes de que empezara Informe Semanal. Esa sintonía tan popular para mi era la sintonía de mis fines de semana en casa de los abuelos. Pero lo mejor venía después. Empezaba el 1,2,3 y para mi era un acontecimiento extraordinario porque era la única noche en toda la semana que podía acostarme más tarde.

Recuerdo la fiesta que me hacían para irme a dormir todas las noches. Recuerdo la claridad de la terraza, con el toldo bajado y el sol colándose por la barandilla. Cabían dos tumbonas de piscina exactamente y yo. Recuerdo mi paleto dental colgando de un hilillo de carne y a mi padre haciendo esfuerzos por convencerme de que tenía que arrancármelo. Recuerdo mi primer pollito amarillo, los largos que se hacía en el bidé del baño. Recuerdo a Mariví, y como jugábamos juntas.

Pero sobre todo recuerdo las risas, los paseos por el bulevar, las patatas fritas que me compraba el abuelo. Recuerdo la calle empinada de la iglesia...Recuerdo las sensaciones.

Abro los ojos, sigo bajo el balcón, con la mano rozando las hojas del seto. Y no puedo evitar pensar, que hubo un tiempo, en el que todos fuimos mucho más felices.

Se que me hubiera quedado con ese regusto amargo, pero afortunadamente no fui sola y el resto de la tarde fue maravillosa.