Creo que la última vez que estuve en
Vallecas fue hace aproximadamente 24 años.
Cuando el otro día, yendo en el tren
con Antonio vi la calle, supe exactamente donde estaba y le dije que
yo había pasado mi infancia allí. Se me ocurrió que sería una
gran idea ir y Antonio estuvo encantado de acompañarme.
El martes después de comer un arroz
bien rico y de pasear un rato por las tiendas del centro comercial
cogimos el coche y nos dirigimos al Pueblo de Vallecas.
Antonio sabía exactamente donde era y
yo en cuanto puse el pie en la calle también lo supe.
La casa donde vivían mis abuelos
maternos en Vallecas, era bastante pequeña, pero los recuerdos que
yo tengo de aquellos años son enormes, y están bien sellados en mi
memoria.
Los viernes esperábamos a que mi padre
llegara del trabajo, cargábamos el coche y nos dirigíamos por la
M-30 hasta la casa de mis abuelos. Yo esperaba el momento de que mi
padre llegara a casa como si me fuera la vida en ello. Hacía y
deshacía mi mochila una y mil veces, en un intento desesperado por
elegir que juguetes metía en ella, y tres horas antes de que llegara
él yo ya estaba más que lista para salir.
La misma curva de la calle. Aparcar.
Bajar del coche y salir corriendo a través del camino marcado por
los setos. Veinticuatro años después. La misma curva, pero la
sensación de que los setos ya no me protegían. Ahora yo les miraba
por encima al igual que lo hacían ellos antaño.
Y al doblar el camino, el balcón.
Cuantas tardes, tantas y tantas, en las que mi abuelo me recibía
asomado al balcón. Y cuantos domingos agitaba la mano para
despedirse hasta el viernes siguiente.
Ahora el balcón no parecía tan alto,
pero la sensación de esperar levantar la vista y verle asomado era
tan penetrante que regresar a mi infancia me resulto un ejercicio
sencillo.
Y entonces me vi. Seca, consumida como
me decía mi madre. Con el pelo negro y corto, sentada en el
distribuidor de la casa. El suelo estaba enmoquetado, de un estampado
en tonos marrones. Mi madre y mi abuela me esquivaban para llevar los
platos desde la cocina hasta el comedor. Había que cenar siempre
antes de que empezara Informe Semanal. Esa sintonía tan popular para
mi era la sintonía de mis fines de semana en casa de los abuelos.
Pero lo mejor venía después. Empezaba el 1,2,3 y para mi era un
acontecimiento extraordinario porque era la única noche en toda la
semana que podía acostarme más tarde.
Recuerdo la fiesta que me hacían para
irme a dormir todas las noches. Recuerdo la claridad de la terraza,
con el toldo bajado y el sol colándose por la barandilla. Cabían
dos tumbonas de piscina exactamente y yo. Recuerdo mi paleto dental
colgando de un hilillo de carne y a mi padre haciendo esfuerzos por
convencerme de que tenía que arrancármelo. Recuerdo mi primer
pollito amarillo, los largos que se hacía en el bidé del baño.
Recuerdo a Mariví, y como jugábamos juntas.
Pero sobre todo recuerdo las risas, los
paseos por el bulevar, las patatas fritas que me compraba el abuelo.
Recuerdo la calle empinada de la iglesia...Recuerdo las sensaciones.
Abro los ojos, sigo bajo el balcón,
con la mano rozando las hojas del seto. Y no puedo evitar pensar, que
hubo un tiempo, en el que todos fuimos mucho más felices.
Se que me hubiera quedado con ese
regusto amargo, pero afortunadamente no fui sola y el resto de la
tarde fue maravillosa.